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El olor a césped recién cortado inunda el ambiente, mezclándose de inmediato con el que arrastran los jugadores desde la caseta: una mezcla de colonia, sudor y linimento para calentar los músculos. Los ruidos de los tacos de aluminio –tack, tack, tack– repiquetean en el túnel de vestuarios, en una percusión hipnótica, que pretende exorcizar el miedo que atenaza la boca del estómago, que impide pensar con claridad.

Los once elegidos sólo pueden visualizar mentalmente imágenes, flashes que pasan a velocidad de vértigo por sus cabezas. El partido ideal. Los momentos clave que puedan resolver para convertirse en héroes de la historia de 90 minutos que están a punto de escribir.

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Dos chavales se sientan en un banco, después de haber estado toda la tarde jugando una pachanga con los amigos. Hablan sin parar, repasando los mejores momentos del partido que acaba de finalizar. Saben que han estado bien, se sienten crecidos. Entonces, uno de ellos pregunta al otro: «Oye, ¿por qué no nos apuntamos al equipo del barrio?». Tienen 17 años y saben que será muy difícil entrar. Pero se deciden a intentarlo, y al día siguiente se presentan en el campo de tierra dispuestos a convencer al entrenador.

Esta escena se ha repetido miles, quizá millones de veces, en cualquier rincón del país. La única salvedad es que ésta que nos ocupa es el inicio de la historia de un hombre que se ha convertido en uno de los delanteros más peligrosos de la Segunda División. Joaquín Álvarez Álvarez, ‘Quini’, (San Martín de la Vega, Madrid, 04-07-1980) saborea el éxito pasada la treintena, después de una carrera tan atípica como meritoria. Una carrera que le ha llevado de las catacumbas de la regional madrileña a la lista de máximos goleadores (22 tantos la pasada campaña, cinco en este inicio de competición) de la Liga Adelante. «Empecé a jugar tan tarde porque mis padres eran feriantes y no podían acompañarme a los entrenamientos. De chaval me presenté a una prueba con el Atlético de Madrid. La pasé, pero tuve que renunciar porque no tenía quién me llevara», explica. Así, cuando empezó a tener independencia, decidió probar si su facilidad goleadora en las porterías improvisadas de la calle se podía trasladar al ‘fútbol de verdad’. Y fue llegar y besar el santo. «Al principio, el entrenador del equipo del barrio no quería ni dejarnos entrenar porque decía que no seríamos constantes. Pero lo convencimos, vaya que sí. Metí cuatro goles en el partidillo y me hicieron ficha», recuerda, con orgullo.

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